Si los colegios fueran sinceros tendrían una horca en la entrada. Allí colgarían a los niños insumisos, a los singulares, a los brillantes sin método, a los sospechosos distraídos, a los que no, a los que no ven “Al fondo hay sitio”, a los que no otra vez.
Por César Hildebrandt
Porque el colegio es un safari donde nadie dispara a las manadas pero donde llueve plomo en contra de las gacelas perdidas.
Y en esta época de notas y evaluaciones, viene el sentido común, con sus tijeras, y establece quién es mansa paloma y quién hereje a quemar.
Y llueve el plomo en forma de notas rojas y la cárcel gobernada por maestras bigotudas se llena de repitentes.
Los maestros castigan y los padres, claro, se la creen y desesperan. Porque padres y maestros forman el dúo perfecto: el maestro encarna la norma decapitadora, el padre representa el miedo.
La norma y el miedo son la misma cosa. Ambos están al servicio del colectivismo brutal. La norma amenaza a todo aquel que es diferente. Y el miedo del padre es que el hijo repita el año y, por lo tanto, repita al padre (repitente crónico de su propia grisura).
Ya viene diciembre, que es el mes de la matanza escolar. Allí mueren, a notazos y a veces y patadas, muchas de las personalidades que nos habrían hecho mejores.
Allí, entre notas azules y aplausos mediocres, prosperan las memorias esforzadas, las medianías chanconas, las monas de seda.
A Nabokov le hicieron la vida imposible en San Petersburgo porque a veces se le salían palabras en inglés y en francés. La tribu de los Ivanes terribles lo azotaba en los recreos por diferente.
Porque de eso se trata la norma: de empaquetar la mercadería y lanzarla al camión de reparto.
Y si no te prestas a los ritos de la estupidez masiva y a las exhibiciones mnemotécnicas –o no estás en el coro de las fechas inútiles y las biografías inservibles-, entonces vienen el maestro que no ríe hace años o la maestra que da risa hace siglos y te dan con un palo y con un rojo te matan las vacaciones y con otro rojo te joden los febreros.
Desde luego que hay flojos y brutos, pero de ellos no estoy hablando. Estoy hablando de las ovejas negras que se salen del corral para vagar a solas.
Esas que hacen preguntas raras y que parecen estar en otra cosa. Esas promesas que los colegios persiguen hasta lograr su domesticación.
Quien sobrevive al colegio con la locura más o menos ilesa y con la imaginación sin castrar es que es un héroe de la resistencia.
Nunca he visto más rabia ni más envidia que la que, en los colegios, se dirige a la chica que marcha a destiempo pero lee libros que valen la pena, o al chico que no sabe quién dijo tal cosa pero ha leído a Moro en la biblioteca.
Porque si el colegio no sirve para amparar lo que parece inútil, lo que no es práctico –el arte, en suma, la reflexión pura, la inquietud disparada en cualquier sentido-, ¿entonces para qué sirve el colegio?
¿Para ensamblar gerentes, televidentes, taurófilos, gente que lea la prensa del fútbol y los potos y crea que se está enterando?
A finales de la secundaria tendría que haber un curso para aprender a pensar, otro para dudar, otro para armar el rompecabezas que no quieren que armemos; un curso de sospechas y otro de descrédito de las especialidades y uno más para atreverse.
Porque lo que más teme el fascismo pedagógico es el humanismo integrador. El humanismo que da perspectiva crítica y la singularidad de la que pueden nacer las rebeldías: he allí los dos grandes enemigos de la educación formal.
Por eso, en estos tiempos de notas y libretas, mi modesto consejo es el siguiente (consejo que yo mismo no seguí como debía): al diablo con las notas cuando quien las padece está por encima del sistema y cuando quien las inflige está por debajo de cualquier expectativa razonable.
(Fuente La Primera 24/11/09)
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