lunes, 20 de abril de 2009

La naturaleza en las letras peruanas

Armonía y verbo

Por: Ricardo González

La naturaleza, con su flora y su fauna, y su variedad de regiones y climas, se convirtió en uno de los dos grandes temas (el otro es la historia, los acontecimientos de la vida nacional) del novomundismo que lideró José Santos Chocano en su designio de ser ungido como el “Cantor de América” en los días del Modernismo. Corriente que tuvo dilatada resonancia en la poesía hispanoamericana, y encontró su culminación en el “Canto General” de Pablo Neruda. Más allá de algunos logros metafóricos y cuestionamientos relevantes de la historia americana, ese americanismo temático corre el riesgo de ser superficial, acumulando imágenes estereotipadas y pintorescas del cóndor (hastiado, exclamará Vallejo en “Telúrica y magnética”: “¡Me friegan los cóndores!”), el jaguar, el maíz, la papa, etc.

PACHAMAMA NUESTRA
Distinta es la literatura que nace de una comunión honda con la naturaleza vivida como Pachamama (Madre Tierra), según la cosmovisión andina o amazónica: el ser humano se siente parte de los ritmos cósmicos, formado por los mismos componentes de los cerros, ríos, plantas y animales, conforme lo celebra José María Arguedas en su poema “Llamado a algunos doctores”. En lo tocante al universo amazónico, plantea lo mismo César Calvo en su novela “Las tres mitades de Ino Moxo y otros brujos de la Amazonía”.

De ahí la hermandad profunda entre los corazones andinos (no dejaron de serlo en su admirable apertura a la cultura universal, transculturándolo todo) de Vallejo y Arguedas. Se criaron entre “ríos profundos” (expresión del cronista Cieza de León, tomada por Arguedas para titular su mejor novela), y no esos ríos casi sin cauce, de caudales magros, de la costa; Vallejo descalifica al valle costeño “sin altura madre” (Trilce LXIV), tan diverso de lo que Arguedas recuerda como la “quebrada madre que alumbró mi infancia” (cuento “Warma Kuyay”). Vallejo, ante la garúa limeña y la sequedad de Trujillo, extraña las lluvias serranas, lo opuesto a la costa con sus “arenales candentes y extraños” (Arguedas, otra vez “Warma Kuyay”). Para ambos el agua de la lluvia y de los ríos tiene un poder vitalizador, recreador. En Trilce LXXVII la tempestad connota la fecundidad poética de modo tal que termina invocando a la lluvia (símbolo de la inspiración creadora) para que forme los ríos que harán el nuevo mar: “Canta, lluvia, en la costa aún sin mar”. En “Diamantes y pedernales” de Arguedas, los músicos acuden al río en crecida; escuchándolo obtienen la inspiración para sus composiciones de ese año.

El nexo entre río-agua y la inspiración existe en el pensamiento mítico de muchas culturas, por ejemplo la fuente Castalia en el Parnaso griego; pero esta más arraigada en el contexto andino, así ocurre en el poemario “Mis palabras al viento” de la ancashina Rosa Cerna Guardia: “Yo era como un río, / como un río que atravesaba el pueblo / donde yo vivía, / como otro Santa bullicioso”. Comparemos esos versos telúricos y casi panteístas (aunque cristianizados: todas las cosas son criaturas de Dios) de Rosa Cerna con el hermoso poema “El río” de Javier Heraud, tan occidental (Heráclito, Jorge Manrique, etc.) en su simbología del río-existencia, ausente la comunión ecológica con la Pachamama (termina en el mar como un morir, y punto). Por cierto, la visión cristiana de las plantas y los animales como criaturas de Dios alcanza su mayor cumbre peruana y, en general, latinoamericana en la poesía de Esther M. Allison.

Otra imagen esclarecedora de la visión andina: la piedra. Para Vallejo, ella siente (poema “Las piedras”); marca el destino (el título “Piedra negra sobre una piedra blanca”), entre otras notas cósmicas. Resulta nítido el culto a los apus (y las ofrendas de piedra que hay que hacerles) en Ciro Alegría y José María Arguedas. En cambio, la piedra, despojada de su sacralidad animista, sirve para reflexiones ontológicas y epistemológicas en “La dimensión de la piedra” de Julio Garrido Malaver y “La mano desasida” y “La piedra absoluta” de Martín Adán (este privilegia la teología: la Ciudad de Dios, la Arquitectura celeste).

No queremos omitir dos imágenes de Arguedas de arrebatadora y originalísima belleza: en “El zorro de arriba y el zorro de abajo” cuenta su encuentro con un pino gigantesco en Arequipa, cómo escuchó la música del árbol que no pueden igualar los Vivaldi y los Mozart, cómo le habló emocionado y supo que el pino acogió plenamente sus confidencias, transmitiéndole armonía, paz y ganas de vivir. Y en otro pasaje de esa novela elabora toda una estética alrededor de un chancho, celebrando su apego a la existencia, su goce material y sensual sin represión ni malicia alguna.

Y es que en Arguedas y los autores andinos mencionados, junto con el valor de la solidaridad (unido a la reciprocidad), el otro gran principio cultural es la relación armoniosa con la naturaleza, no reducida a recursos que explotar y depredar (como han sido el oro y la plata, el guano y el salitre, el caucho y los bosques de maderas finas, la coca envilecida por el narcotráfico), sino percibida como Madre de la Vida, como un cosmos al cual pertenecemos los seres existentes.

ALARMA ECOLÓGICA
La conciencia ecológica del peligro en que se encuentra nuestro planeta, depredado y contaminado, con numerosas especies extintas o en vías de extinción, ha fructificado en valiosos libros publicados en las tres últimas décadas. Pongamos de relieve a Doris Moromisato, una de las mejores voces femeninas del Perú: se nutre de sus vivencias campestres en Chambala, con resonancias de la visión indígena, y asume su herencia cultural okinawense; canta a la naturaleza en todos sus libros, convirtiendo ese telurismo en el centro de su poemario más reciente: “Paisaje terrestre” (2007).

Además, Moromisato ha sido la principal gestora de una serie de plaquetas de poesía publicadas en homenaje a la naturaleza, presentadas el Día de la Tierra con recitales colectivos; una labor conjugada con el Movimiento “Poetas por la Tierra” RENACE-PERU.

También destaquemos a Elvira Roca Rey y su poemario “El último del fin” (puede leerse, a la vez, como “delfín”, una especie en peligro), ligado a las raíces míticas de nuestro pueblo, y a la vez angustiado por la ecología en el Perú y el mundo. Durante varios lustros Elvira Roca Rey (con el apoyo de su esposo, el gran poeta Walter Curonisy) impulsó la defensa ecológica y el desarrollo cultural (teniendo como base las raíces amerindias) de Huanchaco.

CELEBRACIÓN DE LA VIDA
Terminemos estos apuntes rindiendo tributo a tres poetas actuales que celebran el ciclo vital de la naturaleza. El más ambicioso, de aliento más exultante, es José Morales Saravia; comenzó editando “Cactáceas” (lo vegetal) y “Zancudas” (lo animal), para vertebrar luego una especie de epopeya de la naturaleza titulada “Oceánidas” (2006). No solo es ambicioso por su afán cósmico; sino porque pretende contrarrestar a la modernidad y la posmodernidad antinaturales o contranaturales, abocadas a la desrealización de las cosas.

Por su parte, el joven poeta Miguel Ángel Sanz Chung se siente hermanado a las diversas especies animales (“La voz de la manada”, 2002) y consagra una excelente elegía a las hojas desgajadas de las ramas, esas que se secan en los parques de una ciudad, sin que parezca importarle a nadie su desaparición (“Quién las hojas”, 2007). Finalmente, Rocío Castro Morgado, en “El zoo a través del cristal” (2008, Premio Copé de Oro), hace notar que en los meses de gestación el feto humano sintetiza la evolución de las especies (ya Vallejo llamó al ser humano “inmenso documento de Darwin”); y después su “cristal” privilegia los valores de diversas especies, no faltando la alarma ecológica en su celebración de la naturaleza.
(Fuente El Dominical del diario El Comercio)

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